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A través del espejo

Cuentos fantásticos:

Posted on abril 10th, 2011 by henrietta
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              Un tío vivo solitario, bajo un cielo azul, sin nubes. Nunca he sabido si fue un sueño o fue real. Allí estaba yo, caminando entre los caballitos, acariciándolos uno a uno, casi sin poderme creer lo que estaba viendo, hasta que me fijé que al lado había un patio lleno de juguetes embalados, preparados para repartir: cocinitas, caballos de madera, muñecas de todos los tamaños… Mi sorpresa crecía y creía hasta límites insospechados cuando vi, además, un circuito de autos de choque, todos para mí. Empecé a subir en uno, en otro. Los había de todos los colores: amarillos, verdes, azules como el cielo y los más llamativos, los rosas, como el coche de Barbie. Sin embargo, todo se desvaneció cuando oí la voz de mi padre, que me llamaba. Nos teníamos que ir. Ahí se quedó el tío vivo y todos los juguetes. Aunque volví a donde creía que estaba ese lugar, nunca más lo pude encontrar.

              No sé si fue la misma noche o poco después de haber visitado aquel lugar, que habría sido el ideal de cualquier niño, cuando soñé algo aún más raro si cabe: llegábamos corriendo una amiga y yo al coche de su padre y nos sentamos en los asientos de atrás. Cuando él se gira para saludar, no era un hombre sino un gran macho cabrío que sonreía mostrando unos dientes amarillentos, espeluznantes, y unos cuernos, en los que no me había fijado antes, que salían por un agujero del techo, que dejaba entrever las estrellas en un cielo oscuro. 

              Tal fue el susto, que salí del coche gritando. Sólo recuerdo que empecé a correr por la ciudad amurallada mientras aquella enorme cabra me perseguía y se acercaba cada vez más hasta que llegué al borde de la muralla y tuve que lanzarme al vacío. Entonces, desperté. No había rastro de ningún animal. Sólo una réplica del aquelarre en el salón.

              Cada vez que paso por delante de mi antiguo colegio, frente a la muralla por la que me caí, recuerdo aquel sueño y las lluvias de huevos, que los alumnos del seminario nos lanzaban al cole de las chicas, en un auténtico ejercicio de puntería, que lograba, a menudo, colarlos por las ventanas y acertar en la pared de un aula. A final de curso el frontal era un auténtico cuadro abstracto, sobre blanco, rayas amarillas pero también azules y violetas por la tinta de esos colores que no se cómo conseguían inyectarles.

              Pero de todos los edificios del mundo, no era éste el que más me impresionaba sino uno de formas redondeadas, como una gran manzana, lo más parecida a las botas en las que vivían los personajes de mis cuentos infantiles -familias enteras de ratitas o de pájaros de colores-. Era la Pedrera, que a ojos de un adulto es una auténtica maravilla pero para un niño no es sino una excusa para inventar historias de cuento de hadas, tras cada una de sus ventanas y en los balcones de formas imposibles, Romeos y Julietas, prometiéndose amor eterno. Ese era el lugar donde podían encontrarme si me perdía. Algo mágico tenía la esquina de Diagonal con Paseo de Gracia, que no era cualquier esquina sino la única que llevaba a la casa de los sueños, donde todo lo raro parecía posible, donde podías inventar batallas en la azotea con guerreros casi decapitándose.

              Fantasía tras fantasía, acabé ensamblando todas las piezas necesarias para construir una avioneta de juguete a escala como la que teníamos en el aeropuerto en gigante. También era fácil inventar traviesas historias subida a ese medio de transporte hasta que un día la fatalidad quiso que muriese atropellada la avioneta, no yo.

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