Cecilia:
Posted on marzo 13th, 2010 by henriettaPosted in General | No Comments »
“No me lo puedo creer”, fue lo único que acerté a pensar cuando me di cuenta que había acabado la lectura del testamento.
¿Qué había sido de aquel padre que tanto me adoraba, que no cesaba de presumir de Cecilia, su primogénita, que llegaría lejos, que…?
Había que asumir la realidad y empezar a discurrir cuáles iban a ser mis próximos pasos. Podía impugnar el testamento; es evidente. No se puede desheredar a un hijo sin ni siquiera mencionarlo.
No sabía casi cómo mirar a mis hermanos. ¿Qué estarían pensando ellos en este instante?
Ignorándolos, me levanté. Salí del despacho sin decir ni adiós. Supongo que pueden entender cómo me sentía. Ninguno intentó detenerme: ni Enrique ni Víctor, mis hermanos; tampoco Ricardo o Ian, los gemelos que tuvo mi padre de su segundo matrimonio, años después de la muerte de mamá.
Bajé las escaleras como si fuese autista, sintiéndome morir. ¿Qué podía haber pasado por la mente de mi padre para atreverse a desheredarme? Nunca habíamos tenido ningún desencuentro, nunca.
¿Sería por mi divorcio? Él siempre había adorado a Peter. Es cierto pero no juzgó mi decisión de dejarlo aunque debió dolerle. Cualquiera podría haber entendido que yo no era feliz en mi matrimonio. Peter era un exitoso businessman. En su vida sólo existía su profesión. Lo único que le interesaba era atesorar dinero y más propiedades. Hoy una casa en la costa adriática; mañana, a saber. Para él yo sólo era una posesión más, como una muñequita de la que presumir.
Yo era todo lo contrario: sólo quería amor, un marido afectuoso, que fuese como mi padre, protector, encantador… Y ahora esto.
Sin saber cómo, me encontré junto a la escalera de Rolf, el abogado que tramitó nuestro divorcio. Es evidente que le necesitaba. Me dirigí al ascensor, vacío.
En el rellano tampoco había nadie. Normal, es viernes y son casi las dos. A la hora en que los despachos están cerrando, estaba de pie ante su puerta tocando el timbre. Oí unos pasos acercándose y Eli, su secretaria, abrió.
– Buenos días, le dije. ¿Podría hablar con el Sr. Heissenberg?
– Pase, por favor.
No se si se acordaba de mí pero Rolf, evidentemente, sí.
– Cecilia -me dijo-. ¿Qué te trae por aquí?
No lo había vuelto a ver desde el funeral de papá. Rolf había sido siempre un buen amigo suyo aunque yo no había tenido una estrecha relación con él.
Tal vez no percibió la frialdad de mi mirada. Nunca me había sentido así.
Cuando entramos en su despacho, no pude esperar más…
– Tengo que impugnar el testamento de papá –le dije-. Ni siquiera me ha mencionado. ¿Sabes por qué?
Pareció tan sorprendido como yo.
Rolf se sentó despacio, después de haberme acomodado en un sofá de diseño, que me permitía ver toda la bahía a nuestros pies. Permaneció en silencio el tiempo indispensable para escrutarme con su mirada penetrante y sólo dijo una palabra: Peter.
Me lo podría haber imaginado. En el fondo eran dos hombres muy parecidos, brillantes. Sin embargo, papá no parecía ser frío, en absoluto. Siempre tenía tiempo para escucharnos cuando le necesitábamos.
Rolf me estuvo explicando que él no había tenido nada que ver con el testamento de papá, que podía contar con su ayuda, evidentemente, que sería fácil lograr un acuerdo con mis hermanos. Ninguno de ellos era ávido de riquezas. En definitiva, me tranquilizó.
Los siguientes pasos parecían claros: primero, hablar con mis hermanos. Rolf se ofreció a hacerlo. A partir de ahí, teniendo en cuenta su respuesta, lo más razonable sería llegar a un acuerdo para repartir los bienes con equidad.
Es difícil saber si Rolf sabía de antemano la decisión de papá. Estaba demasiado confundida en aquel momento para intentar averiguarlo y me conformé con su respuesta.
Ahora que puedo pensar con la perspectiva que da el tiempo veo que fue una prueba más de las muchas que papá siempre me había dicho que me pondría la vida y de las que debía saber salir con éxito porque en la vida, en el fondo, estamos solos y tenemos que ser nuestros mejores amigos.