Henrietta en los polos:
Posted on diciembre 21st, 2011 by henriettaPosted in Un poco de todo | No Comments »
Hacía tiempo, había descubierto este relato de mamá pero pensé que era mejor dejarlo para uno de aquellos gélidos días en que no apetece ni asomar la nariz por la ventana y este día había llegado.
Steve había acabado de colocar su ejército de peluches ante la chimenea, cuando me senté sobre la alfombra, dispuesta a viajar con la imaginación nada más y nada menos que al Polo.
“De repente, me encontré sobre una fría superficie”, empezaba diciendo Madeline. “Todo lo que me rodeaba era hielo y nieve. Incluso el cielo era blanco. No había duda alguna que estaba en uno de los polos. No se veía ningún ser vivo, ni animal ni humano, ni cerca ni lejos. Aunque realmente no podía ver muy lejos debido a la ventisca, que hacía que la nieve se levantase y dificultase moverse con comodidad.
La ventisca me impedía ver dónde me hallaba. De repente, topé con un palo que se encontraba frente a mí, clavado en el hielo. Eso significaba que otras personas habían estado ahí antes. Era evidente que el palo no podía haber llegado solo. A pesar de la escasa luz, pude ver la bandera que ondeaba en la parte superior del mástil: ¡era la bandera noruega! No cabía duda alguna que estaba en el Polo Sur.”
Empecé a explicarle a Steve que Madeline debía haber ido a parar al extremo sur del planeta, un lugar fascinante, que se había resistido a ser conquistado. Probablemente, hacía poco que Roald Amundsen y sus hombres habían llegado. Sería en el mes de diciembre de 1911.
Steve me escuchaba con los ojos muy abiertos mientras le hablaba de un señor llamado Shackleton, un irlandés, que fracasó en su intento de llegar a la Antártida. Había numerosas fotografías de aquel viaje, que prometí enseñarle el día que pudiésemos ir al centro a ver la exposición que había en la universidad. Pero Shackleton no había sido el primero en aventurarse hacia el continente blanco. Ya en el siglo XVIII el británico Cook se había acercado al litoral antártico. Después, franceses, americanos, noruegos, belgas, alemanes, suecos, australianos… partieron hacia la Antártida, buscando ballenas unos o simplemente atraídos por lo desconocido, con fines exploratorios y científicos, otros.
Sin embargo, fue Amundsen quien finalmente colocó la bandera que Madeline había tenido justo a su lado aunque no hubiese visto ni rastro de los expedicionarios.
“De repente, -continué leyendo en el Diario-, avancé un poco, decía mamá, animada porque parecía amainar la fuerte ventisca aunque estaba muerta de frío.
– Mami, interrumpió Steve, tirando de mi pantalón, ¿no me habías dicho que en los viajes en el tiempo no tenías ni frío ni calor?
Yo no sabía qué responderle así que no se me ocurrió otra cosa que proponerle probarlo algún día y seguí leyendo.
”Me agaché y recogí un libro. Sólo podía tratarse del diario de Scott, que murió en su intento por llegar a la Antártida. Sin embargo, ni el cadáver de Scott ni ninguno de los miembros de ninguna de las dos expediciones, que coincidieron en el polo sur se veían por ningún lado. Tanto frío tenía que cuando empecé a notar que el ambiente blanquecino, que me rodeaba, parecía alejarse, como a través de la bruma, me desvanecí o, al menos, creí desvanecerme y me desperté en la cama junto a Benjamin.”
Steve y yo seguíamos en el saloncito de casa, con la chimenea encendida. Pero Steve temblaba ¿de frío, de miedo, o de las dos cosas?.
– Cariño, ¿qué ocurre?, dije mientras lo envolvía en una manta.
– ¿Decías en serio lo de viajar en el tiempo?, preguntó Steve. Yo pasaría mucho miedo.
Como mi intención no era asustarlo sino todo lo contrario: utilizar el Diario como excusa para facilitar a Steve aprender historia, le dije que estaba bromeando y le propuse preparar juntos un chocolate caliente.
Mientras nos dirigíamos a la cocina, Steve me dijo: ¿Sabes?, he pasado mucho miedo; pensaba que Madeline debía estar asustada si no veía nada y pensaba qué habría pasado si se hubiese perdido o se la hubiese llevado el viento. Yo no quiero viajar en el tiempo; no quiero tener miedo.
Le prometí que si algún día me decidía a probarlo, iría yo primero para comprobar que no había nada que lo asustase y luego volvería a buscarlo, mientras acababa de remover el chocolate recién vertido en la taza de Steve. Él sonrió pero no pudo evitar que una lágrima resbalase por su carita. Realmente se había asustado.
Después de terminar el chocolate, volvimos al saloncito, donde se estiró en el sofá, sobre una mantita, al calor de la chimenea. Ahí se quedó completamente dormido. Mientras, yo me había sentado en el suelo, sobre una alfombra, un tanto sorprendida por el susto que el pobre Steve se había llevado con este último relato.
La próxima vez debía ser más cuidadosa. Después de todo la idea de leer el Diario era enseñar a Steve, en ningún caso asustarle. El día que viajase al Polo Norte tal vez sería mejor ir sola. Y también me dormí.
Como siempre me habían atraído los polos, por primera vez soñé que estaba allí. Después de esta lectura no dudaba que era preferible saber de ellos desde el calor del hogar antes que estar en un lugar tan inhóspito. Steve no había escuchado las explicaciones del Diario de Madeline sobre cómo se había encontrado, de repente, en el dirigible con el que Amundsen había cruzado en 1926 el Polo Norte. “Era algo realmente increíble”, escribía Madeline pero ante la carita de susto de Steve, no me había atrevido a continuar.
Ahora, en sueños, había rememorado la historia de Madeline en el Polo Norte, lugar que siempre había atraído a exploradores de todos los puntos del planeta, empezando por los vikingos, sin ir más lejos, que habían hecho pedazos multitud de embarcaciones entre los trozos de hielo, sin éxito. Y, finalmente, después del fracaso de holandeses, daneses, ingleses… fue la expedición encabezada por Robert Peary la que en trineos tirados por perros esquimales, avanzó ágilmente sobre la espesa capa de hielo hasta llegar a su objetivo. Un pequeño barco, el “Roosevelt” les había llevado hasta el punto donde muchos exploradores antes habían desistido de su aventura. Fue el 6 de abril de 1909 el día en que completaron su sueño: llegar al Polo Norte.
De repente, me desperté. La chimenea seguía encendida y Steve dormido en el sofá. Recordaba perfectamente el sueño que acababa de tener, como si realmente hubiese estado ahí. ¿Sería esto lo que le había ocurrido a Madeline o había estado ella de verdad en todos los lugares que explicaba en su Diario? Como nunca llegaría a saberlo, no valía la pena pensar mucho en ello. Cogí a Steve en mis brazos y lo dejé tumbado en su camita. Ni se despertó.