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Posted on enero 21st, 2011 by henriettaPosted in General | No Comments »
Creo que éste es mi primer relato escabroso y es que no se me dan nada bien pero hay que empezar a practicar. No siempre se pueden escribir lindezas.
La niebla cubre Whitesun en una gélida mañana de invierno. La plaza de delante de la cárcel está preparada para una ejecución que ni el mal tiempo podría detener. Se espera una gran afluencia de curiosos, ajenos a la noticia que días después aparecerá en los periódicos.
Cuando Sven tenía poco más de cinco o seis años ya le tocaba recibir las palizas por lo que había y por lo que no había hecho. Sus hermanos siempre se las ingeniaban para que él pareciese culpable a ojos de su padre, un alcohólico con no muchas luces, que se había pasado toda su vida cuidando los cerdos de su granja.
En el colegio tampoco era muy distinto. Sven siempre había vivido en un mundo fantástico, lleno de duendes, unicornios… donde había poco espacio para la realidad. Esto lo convertía en víctima fácil de los matones, que hacían del maltrato su diversión preferida; se burlaban de sus juegos solitarios y de las historias que inventaba en clase. Había sido el hazmerreír de compañeros y profesores, que tampoco entendían a tan fantasiosa criatura.
Su vida de adulto tampoco había sido más fácil. Tildado como ladrón en su trabajo por un jefe sin escrúpulos, había acabado viviendo bajo un viejo puente frecuentado por borrachines y mujeres de mala vida.
Mientras está Sven en su celda pensado en su desdichada existencia, se abre la puerta y entra un guarda. Aquélla iba a ser la única ejecución en mucho tiempo. Desde los años 20 no se recordaba un crimen semejante: tres mujeres brutalmente asesinadas por un sádico, que había descuartizado sus cuerpos colocando juntos sus brazos y piernas formando una flor y en el centro, los cuerpos dibujando un trébol de tres hojas.
El culpable, cómo no, tenía que ser Sven. A nadie más podría habérsele ocurrido una locura así. A pesar de no haber sido nunca violento, era el único compañero habitual de aquellas desafortunadas mujeres. Y sólo por ello ya había sido sentenciado.
Sven ni se había defendido cuando lo habían interrogado bajo la mirada repulsiva de todos los miembros del tribunal, que tampoco lo habrían creído nunca y que leerían horrorizados, tras la ejecución de Sven, como una prostituta confesaría tiempo después haber asesinado a las tres mujeres encontradas bajo el viejo puente.
El guarda deja la puerta abierta y espera en silencio a que Sven salga antes de cerrar, de nuevo, con llave la única celda vacía. Le conduce hasta la plaza que hay delante de la cárcel. Con ritmo cansino recorre, uno tras otro, los escasos metros que le conducen al cadalso. Ha venido gente de todas partes, pero él prefiere mirar sus zapatos. Diez escalones le separan ahora del sitio en el que va a morir.